Gracias
a las bondades de mi tiempo, un individuo corriente como yo, puede convertir en
realidad el sueño de Michelangelo Buonarroti; como el Ícaro de los griegos
remontar vuelo desde este mí insignificante rincón de escritor.
Ajusto el volumen de mi estéreo para
que la música sea mi compañera a lo largo de esta travesía. Confieso que me produce
vértigo esta forma cibernética de desplazamiento; la posibilidad de irrumpir a
las alturas en solitario, genera en mí una mezcla de angustia y excitación
difícil de explicar. La angustia me lleva
a añorar cualquiera de las maravillosas máquinas voladoras que el hombre ha
diseñado y perfeccionado en el tiempo luego del primer vuelo del Wright Flyer, a comienzos del siglo XX. La
excitación me arroja desde la cúspide de esta montaña rusa desconocida y
espeluznante, que es la subsistencia, donde comienzo este viaje iniciático
hacia la extinción.
Ya en el espacio abierto, cerca de
las nubes, acumulo el valor suficiente para abrir los ojos. Desearía disponer
de un altímetro para saber que tan elevado me encuentro, no puedo arriesgarme a
que mis alas se derritan con el sol. La única certeza que tengo, es que me
encuentro más despegado del suelo de lo que nunca soñé estar. Desde aquí, puedo
constatar que Igor Barreto tenía razón cuando describe a Venezuela como: “Un país con la forma de una mancha de sangre”
Recojo las alas, desciendo un poco;
veo al este la inconfundible figura de yunque del estado Sucre; Araya a la
izquierda, Paria a la derecha, como sendas lanzas desafiantes que penetran el vientre
marino. Sigo descendiendo, buscando el norte, allí están las islas de
Margarita, Coche y Cubagua, tríade que conforma la Nueva Esparta; alegórica
referencia al heroísmo de sus moradores durante la guerra de independencia,
audacia y valentía que llegó a equipararse a la de Leónidas y los hoplitas en
el desfiladero de las Termópilas. Más
abajo aun, diviso la Bahía de Juan Griego al norte de Margarita; los peñeros
anclados en la orilla se asemejan a los barquitos de papel que impregnaron de
alegría mi infancia.
Agitando con pericia insospechada las
alas, desciendo con suavidad sobre una pequeña colina despoblada entre la
laguna de Los Mártires y la bahía. De
frente, la inmensidad del mar Caribe, sus destellos platinados, sus infinitas
tonalidades de azul, y esa luz abrumadora de nuestra tierra, luz que subyuga, y
escamotea la cordura; dicotomía que fascina y a la vez intimida. El cíclico
golpeteo del oleaje contra las rocas, crea sonidos repetitivos, monocordes, que
potencian la posibilidad de discernir sobre mi fugaz pasantía entre los
hombres, a veces también una repetitiva y monocorde estación que llamamos vida.
Contemplando el mar, crece en mi
interior la misma sensación que Curro El Palmo sentía hacia su amor imposible;
porque al igual que Mercedes, el mar tiene: “la
vida y la muerte bordada en la boca…” Sin la belleza de los hexasílabos creados
por Serrat, van desfilando por mi mente palabras que se unen al rumor oceánico,
se agrupan, forman acordes, sonidos que poco a poco se ordenan y conforman la
lánguida melodía que me acompaña.
Obnubilado por la brisa, la luz, y
la sinfonía del mar, mis pies allanan la tierra caliente, cual raíces
palpitantes que se integran al suelo pedregoso; me vuelvo parte del paisaje, mimetizándome
con el mar. Cierro los ojos y escucho a
lo lejos el tercer movimiento de “La mer”
de Claude Debussy; “El diálogo del viento
y del mar” que en un pianissimo
do sostenido se apodera de mi alma. El mar es éxtasis total, es piel, el
contacto de cuerpos desnudos jugando en la ingravidez del agua; es el sol que
abraza, la brisa salobre que refresca, la arena que cede ante el peso del
cuerpo, dibujando huellas como efímero rastro que el mismo mar se encargará de
borrar.
Después, sólo después, pues perdí toda
referencia temporal, cuando el sol inicia su descenso cotidiano y en el
horizonte parece fundirse con el mar, se produce la génesis de un nuevo paisaje,
de nuevas emociones que se amalgaman. El inminente encuentro de colosos desata
una hemorragia de colores volcánicos; una enorme descarga de lava silente
puebla el firmamento, como presagiando la oscuridad que vendrá. Las gaviotas
entonan sus cánticos de guerra; marciales y ordenadas enfilan hacia el mar
tratando de conseguir un último bocado, una pequeña víctima que deje de existir
para prolongar su vida de tenaz cazador. De nuevo se entrelazan la muerte con
la vida, como un ciclo infinito, fatídico, inevitable. Mientras, yo plantado en
la colina, observo en derredor con algo de nostalgia, las horas que
transcurren, el paso de los días, afectos que comienzan y terminan, saturando
el alma con gajos de melancolía.
Cuando todo presagia el final de un
viaje tranquilo, inesperadamente algo perturba el reposo de Zeus en su trono de
marfil; grandes y oscuras nubes rompen la tranquilidad de la tarde, sonidos
estridentes silencian el canto de las gaviotas, el rumor de las olas. Desde lo
alto del Olimpo, un enojado dios nos arroja centellas, relámpagos y truenos. Aparece la lluvia, primero tenue, luego con
fuerza inusitada, el mar se estremece con rigor, mostrándonos el lado oscuro de
su corazón; la destrucción, la muerte posible. En mi interior, resuena con
fortísima sonoridad el vertiginoso vaivén de los arcos contra las cuerdas de
los violines, Vivaldi, el tercer movimiento de La Tempestad. Me invade la angustia, el pánico terrible de mi
debilidad de hombre, ante la infinita fuerza natural; una gigantesca lengua de
agua me arrastra con violencia, me arranca de cuajo de la tierra rojiza, destroza
mis alas, me arroja hasta el fondo oscuro del océano; me abruma la angustiosa
impotencia de mis limitadas fuerzas, no puedo respirar, el miedo me paraliza,
el terror a lo desconocido, a las criaturas marinas que con voracidad rasgarán
a dentelladas mi cuerpo. Todo se vuelve un remolino de confusión, presiento el fin,
cierro los ojos y aprieto los dientes con la intensidad que me permite un
último esfuerzo, espero el golpe fulminante, el sonido de mi cráneo al
fracturarse, la irremediable pérdida de conciencia; en un postrero intento de
reconciliación, rezo, y simplemente espero…
Ya en el espacio abierto, cerca de
las nubes, acumulo el valor suficiente para abrir los ojos. Desearía disponer
de un altímetro para saber que tan elevado me encuentro, no puedo arriesgarme a
que mis alas se derritan con el sol. La única certeza que tengo, es que me
encuentro más despegado del suelo de lo que nunca soñé estar. Desde aquí, puedo
constatar que Igor Barreto tenía razón cuando describe a Venezuela como: “Un país con la forma de una mancha de sangre”
Recojo las alas, desciendo un poco;
veo al Oeste la inconfundible figura de yunque del estado Sucre; Araya a la
izquierda, Paria a la derecha, como sendas lanzas desafiantes que penetran el vientre
marino. Sigo descendiendo, buscando el norte, allí están las islas de
Margarita, Coche y Cubagua, tríade que conforma la Nueva Esparta; alegórica
referencia al heroísmo de sus moradores durante la guerra de independencia,
audacia y valentía que llegó a equipararse a la de Leónidas y los hoplitas en
el desfiladero de las Termópilas. Más abajo
aun, diviso la Bahía de Juan Griego al norte de Margarita; los peñeros anclados
en la orilla se asemejan a los barquitos de papel que impregnaron de alegría mi
infancia.
Agitando con pericia insospechada las
alas, desciendo con suavidad sobre una pequeña colina despoblada entre la
laguna de Los Mártires y la bahía. De
frente, la inmensidad del mar Caribe, sus destellos platinados, sus infinitas
tonalidades de azul, y esa luz abrumadora de nuestra tierra, luz que subyuga, y
escamotea la cordura; dicotomía que fascina y a la vez intimida. El cíclico
golpeteo del oleaje contra las rocas, crea sonidos repetitivos, monocordes, que
potencian la posibilidad de discernir sobre mi fugaz pasantía entre los
hombres, a veces también una repetitiva y monocorde estación que llamamos vida.
Contemplando el mar, crece en mi
interior la misma sensación que Curro El Palmo sentía hacia su amor imposible;
porque al igual que Mercedes, el mar tiene: “la
vida y la muerte bordada en la boca…” Sin la belleza de los hexasílabos creados
por Serrat, van desfilando por mi mente palabras que se unen al rumor oceánico,
se agrupan, forman acordes, sonidos que poco a poco se ordenan y conforman la
lánguida melodía que me acompaña.
Obnubilado por la brisa, la luz, y
la sinfonía del mar, mis pies allanan la tierra caliente, cual raíces
palpitantes que se integran al suelo pedregoso; me vuelvo parte del paisaje, mimetizándome
con el mar. Cierro los ojos y escucho a
lo lejos el tercer movimiento de “La mer”
de Claude Debussy; “El diálogo del viento
y del mar” que en un pianissimo
do sostenido se apodera de mi alma. El mar es éxtasis total, es piel, el
contacto de cuerpos desnudos jugando en la ingravidez del agua; es el sol que
abraza, la brisa salobre que refresca, la arena que cede ante el peso del
cuerpo, dibujando huellas como efímero rastro que el mismo mar se encargará de
borrar.
Después, sólo después, pues perdí toda
referencia temporal, cuando el sol inicia su descenso cotidiano y en el
horizonte parece fundirse con el mar, se produce la génesis de un nuevo paisaje,
de nuevas emociones que se amalgaman. El inminente encuentro de colosos desata
una hemorragia de colores volcánicos; una enorme descarga de lava silente
puebla el firmamento, como presagiando la oscuridad que vendrá. Las gaviotas
entonan sus cánticos de guerra; marciales y ordenadas enfilan hacia el mar
tratando de conseguir un último bocado, una pequeña víctima que deje de existir
para prolongar su vida de tenaz cazador. De nuevo se entrelazan la muerte con
la vida, como un ciclo infinito, fatídico, inevitable. Mientras, yo plantado en
la colina, observo en derredor con algo de nostalgia, las horas que
transcurren, el paso de los días, afectos que comienzan y terminan, saturando
el alma con gajos de melancolía.
Cuando todo presagia el final de un
viaje tranquilo, inesperadamente algo perturba el reposo de Zeus en su trono de
marfil; grandes y oscuras nubes rompen la tranquilidad de la tarde, sonidos
estridentes silencian el canto de las gaviotas, el rumor de las olas. Desde lo
alto del Olimpo, un enojado dios nos arroja centellas, relámpagos y truenos. Aparece la lluvia, primero tenue, luego con
fuerza inusitada, el mar se estremece con rigor, mostrándonos el lado oscuro de
su corazón; la destrucción, la muerte posible. En mi interior, resuena con
fortísima sonoridad el vertiginoso vaivén de los arcos contra las cuerdas de
los violines, Vivaldi, el tercer movimiento de La Tempestad. Me invade la angustia, el pánico terrible de mi
debilidad de hombre, ante la infinita fuerza natural; una gigantesca lengua de
agua me arrastra con violencia, me arranca de cuajo de la tierra rojiza, destroza
mis alas, me arroja hasta el fondo oscuro del océano; me abruma la angustiosa
impotencia de mis limitadas fuerzas, no puedo respirar, el miedo me paraliza,
el terror a lo desconocido, a las criaturas marinas que con voracidad rasgarán
a dentelladas mi cuerpo. Todo se vuelve un remolino de confusión, presiento el fin,
cierro los ojos y aprieto los dientes con la intensidad que me permite un
último esfuerzo, espero el golpe fulminante, el sonido de mi cráneo al
fracturarse, la irremediable pérdida de conciencia; en un postrero intento de
reconciliación, rezo, y simplemente espero…
Lindo texto.. pensé en Igor Barreto desde su oficina de funcionario público viajando por los Himalayas. Clau
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