Franz Grillparzer
Huang abrió su oblicuo ojo de cíclope por primera vez en
muchos días; sentía dolor; pero no le importaba porque sólo era simple dolor corporal.
Guardaba en su corazón la esperanza de la reconstrucción posible, la acción
milagrosa que lo apartara del abismo.
Sabía que su
aspecto monstruoso sobresaltaba los corazones de todo aquel que lo veía. Sensaciones
amalgamadas, repugnancia, lástima, compasión, transitaban por el interior de
aquellos hombres simples y afortunados, que lo miraban con horror. Las expresiones
de sus rostros, delataban lo que sus bocas no alcanzaban a decir; sin embargo
Huang, por ese paso fugaz de su ojo, agazapado entre malformaciones de carne hinchada,
a través de otras miradas comprendía lo que ellos sentían y callaban. Nunca
nadie esculcó en el alma de Huang, ninguno podía comprender cómo un ser así
deseaba vivir: ¿por qué luchaba?, ¿por qué se aferraba a aquella existencia inerme?
Nadie se planteaba descifrar la razón que lo empuja a pelear, a seguir soportando
su injusto destino; su existir sin mañana, sin paraíso, sólo con la efímera
posibilidad de tropezar con el amor en forma tangencial.
Excluido,
vetado del deseo, de esa fuerza animal que entrelaza alma y cuerpo haciéndonos delirar.
Expoliado hasta del burdo impulso animal, corriente, breve, fugaz. Huang
aguardaba, contrahecho, frágil, agónico; esperando en silencio, aferrado a un
algo que ni él mismo sabía descifrar.
Desde el
dolor perpetuo de sus heridas supurantes,
sentía su paquidérmico rostro palpitar como un enorme corazón; estoico, soportaba
el tormento aferrado a la ilusión.
Por fin
llegó el momento de confrontarse: como extraída de la mente de Shelley, la terrible
imagen que le devolvió el cristal resultó desoladora. Entonces, Huang sintió como
escapaba de su ojo de cíclope, una lágrima de horror.
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