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jueves, 29 de noviembre de 2012

SENSACIÓN VINOTINTO



Tenía escasamente diez años y vivía en Valencia, cuando Venezuela empezó a formar parte de ese “mundo globalizado”, que Marshall McLuhan  dio a conocer en el año 1968, con la publicación de su libro “Guerra y paz en la Aldea Global”.
El 20 de julio de 1969, nos preparábamos para observar un acontecimiento cuya relevancia trascendió fronteras: el hombre lograba conquistar la Luna. Radio Carcas Televisión,  impulsada por un espíritu pionero,  planificaba transmitir “en directo”, término que de allí en adelante empezaría a ser familiar, esa gran hazaña.
Luego de grandes esfuerzos, tanto técnicos como económicos, instaló una antena rastreadora en la rural población de Camatagua. Así posibilitaba que con atónitos ojos de incredulidad, los venezolanos observáramos ese primer contacto de la raza humana con el polvo lunar; contacto que según Neil Armstrong, era: “un pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad"
 Mi mundo infantil de niño provinciano, no era capaz de advertir la importancia de ese evento; sin embargo recuerdo que mis padres, y hermanos mayores no hablaban en ese tiempo de otra cosa; de mi parte yo seguía el evento a distancia, y en verdad sin prestar mucho interés. Esa apertura hacia el mundo global no tardaría en tocarme a mí también.
Menos de un año después de la transmisión del viaje del Apolo 11; se anunciaba una nueva transmisión “en directo”. Esta vez sería la Copa Mundial de Fútbol, México 70. Mi  joven e inocente corazón, caería subyugado ante la magia tecnológica de las comunicaciones a distancia, sortilegio que me permitiría ver desde la humilde sala de mi casa en el barrio Santa Rosa, a estrellas de la talla  en el Pelé, Franz Beckenbauer, Gerd Müller, Teófilo Cubillas, Bobby Charlton y Gianni Rivera.
Poco sabía de fútbol en ese entonces, aunque de seguro más de lo que conocía mi familia sobre viajes espaciales.  Sin embargo, a partir de esa tarde del martes 31 de mayo de 1970, cuando en el Estadio Azteca en Ciudad de México se dio el pitazo inaugural del certamen, mi concepción del mundo y su entorno cambiaría.
Ese primer duelo, fue entre las escuadras de la Unión Soviética y los anfitriones mejicanos. Lo primero que sentí, fue la electrizante emoción que transmiten más de 100.000 seres humanos coreando un himno en apoyo a su escuadra, a su país, a sus sueños. Lo segundo, fue que aquella competencia confrontaba implícitamente a dos culturas, la cultura europea de la conquista, en oposición a la cultura irreverente y libertaria hispanoamericana. Fue todo un despertar étnico, el colocarme en el bando de la tez cobriza, y los rostros aindiados de los aztecas.
Con el avance de los juegos se podía ver con claridad que las diferencias culturales quedaban evidenciadas en la manera de patear el balón. El juego, ordenado, sobrio y mecánico de los fornidos europeos, se contraponía a la vistosidad y picardía de los futbolistas del continente americano; mucho menos dotados desde el punto de vista físico. Así las cosas, la confrontación quedaba claramente definida, y toda la nación hacía barra por los combinados de nuestra América. Ese silvestre sentimiento de integración americana que experimentada mi conciencia infantil, se repetía y arraigaba en el corazón de todos quienes frente a los televisores contemplaban las épicas batallas futbolísticas, que se llevaban a cabo en Guadalajara, León, Puebla, Toluca y Ciudad de México. La nación entera despertaba al reconocimiento de nuestras semejanzas, y nacía el orgullo colectivo de una idiosincrasia que traspasaba los límites de nuestra geografía. 
México, Uruguay, Perú y por sobre todo Brasil sacaron la cara por los nuestros, mientras que La Unión Soviética, Alemania, Inglaterra e Italia lo hacían por los europeos. La forma como se desarrollaron las confrontaciones garantizaba que en la final se verían las caras representantes del viejo y nuevo continente. Italia y Brasil definirían el campeón de la copa.
El juego alegre y punzante del cuadro carioca, llenaba nuestra alma de ilusión. Era la primera vez que sentíamos que todos estábamos de acuerdo respecto a algo, que todos remábamos en el mismo sentido, y que esa situación rebasaba el ámbito de nuestros hogares para adquirir un sentido nacional. De esa época recuerdo una caricatura de Pedro León Zapata, en la que se representaba a una maestra de escuela, diciéndole a sus alumnos: “Venezuela limita por el sur con ¡BRASIL!, ¡BRASIL!, ¡BRASIL!...”, imitando los cánticos de los hinchas latinos que colmaban los estadios mejicanos.
El resultado de la batalla final, no pudo ser más placentero para quienes históricamente habíamos sido víctimas sempiternas de abusos colonialistas. Brasil y su fútbol de fantasía, arrollaron a los italianos con un contundente 4-1. Edson Arantes do Nascimento (el rey Pelé), Gérson, Jairzinho y Carlos Alberto, fueron los héroes en ese juego final.
Por primera vez experimenté (y experimentábamos), amor hacia una causa, por vez primera vivíamos la sensación de vencer las adversidades, la fuerza incontrolable del sí se puede. Adopté a la canariña como cosa propia, sin el más mínimo remordimiento, porque éramos un solo bloque, un solo corazón palpitando en cada patada que se daba al balón, para transformarlo en goles, y pude comprobar en la práctica que: goles son amores.

El tiempo pasó, inevitablemente crecí y aquella experiencia mágica, global e integradora se fue difuminando en el tiempo. Aunque cada cuatro años se celebra religiosamente una nueva Copa Mundial de Fútbol, nuestra percepción del evento nunca fue la misma. Copa tras copa la virginidad del país desflorada en México 70, se fue transformando en la monotonía de una relación que se volvía promiscua e irrelevante. En sucesión siguieron Alemania 74, Argentina 78, España 82, México, 86, Italia 90, USA 94, Francia 98, Corea/Japón 2002, Alemania 2006 y Suráfrica 2010, cada evento se volvía una tediosa repetición de juegos que no hacían brotar la pasión vivida esa primera vez.
Simultáneamente en nuestro país, también se iban produciendo transformaciones políticas y sociales, que nos hacían migrar de una democracia ingenua hacia el socialismo del siglo XXI. El espejismo de la integración hispanoamericana reencarnaba en la dicotomía de países aliados y países enemigos. En lo interno, nuestra inocente hermandad se fue fragmentando entre escuálidos, y oligarcas, patriotas, y revolucionarios, grupos irreconciliables entre los cuales resulta impensable el resurgir de un sentimiento nacional.
Así nos encontró el 2011, cuarenta y un años después de México 70. Nuestra selección Vinotinto asistía en calidad de Cenicienta a tierra Argentina, cuna de Alfredo Di Stéfano, Maradona, Messi, y otros astros de renombre mundial,  para representarnos en la Copa América. En este evento, sólo para selecciones de nuestra América, también surgían diferencias. Quizás no de connotaciones étnicas como en aquella Copa Jules Rimet del 70, aún cuando los nativos del cono sur siempre se han creído europeos; pero si entre los países denominados como grandes del fútbol (Argentina, Brasil, Uruguay), y los países chicos como Costa Rica, Perú y Venezuela. Se repetía entonces la eterna confrontación entre David y Goliat.
La escuadra Vinotinto tenía su primer juego contra un seleccionado carioca plagado de luminarias. Cuando el arbitro boliviano Raúl Orosco, señaló en inicio del juego,  en el estadio Ciudad de La Plata, pocos pensábamos que nuestra escuadra tendría una actuación decorosa. Muchos apagaron sus televisores cuando a pocos minutos de iniciado el partido, Alexandre Rodrigues da Silva (Pato), produjo con la diestra un disparo fulminante que no consiguió resistencia en el portero venezolano Renny Vega, disparo potente y mortífero que milagrosamente pegó en el travesaño, dejando el marcador inmaculado. Era como un presagio del milagro que estaba por ocurrir.
El partido continuó, y la goleada esperada no se presentaba, increíblemente los jugadores vinotinto eran quienes tomaban las riendas del partido. Tocaban como los dioses el balón ante unos atónitos y desesperados brasileros. El encuentro concluyó con un empate sin goles; el cuadro venezolano hacía resurgir en los corazones de sus coterráneos la ilusión del si se puede.
La copa continuó su avance y Venezuela derrotó a Ecuador, para luego empatar contra los paraguayos a tres goles, en un partido épico, donde la vinotinto dejó ver de que material estaba echa, al remontar una desventaja 1-3, en el último cuarto del juego. La euforia nos invadió; por primera vez en muchos años no importaban las diferencias políticas, se olvidó la confrontación entre oligarcas y revolucionarios, entre ricos y pobres, entre escuálidos y chavistas. Todos juntos imbuidos de un sentimiento nacional que desbordaba nuestros corazones, nos hermanáramos en un abrazo fraternal e igualitario, en la alegría del grito conjunto de gol.
Revivían entonces los mismos sentimientos que de niño grabaron en mi corazón los colores verde amárelo de scratch brasileño; y que me habían convertido en un “pastelero” apátrida y despreciable, a decir de algunos compatriotas.
Esta vez, y para siempre, era el color vinotinto el que impregnaba mi alma de emociones. El vino tinto del reencuentro nos embriagaba. Al igual que en la “Fiesta” de Serrat: “…hoy el noble y el villano, / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano/ sin importarles la facha. / Juntos los encuentra el sol / a la sombra de un farol / empapados en alcohol / magreando a una muchacha.”  Al país lo sorprendió la mañana, tras una noche de juerga futbolística, unido en un solo sentimiento, en un solo objetivo, en una sola emoción.
La ilusión continuó unos días más, y cuando enfrentamos otra vez, ahora en semi-finales, al equipo charrúa, buscando el derecho de disputar nuestra primera final de Copa América, la opción de triunfo era clara. En el terreno los vinotinto evidenciaron que lo logrado hasta ese momento no era obra de la casualidad. Jugaron con técnica y estilo, arrinconaron a los experimentados paraguayos, y sólo su suerte impidió que ganáramos en el tiempo reglamentario. Nos fuimos a un alargue en el cual también mostramos superioridad futbolística, pero no la precisión de transformar esa superioridad en goles. Al final la ruleta de los penaltis nos otorgó una derrota inmerecida, pero real e inobjetable. Nuestros muchachos que habían entregado todo en la cancha, no pudieron soportar la burla de sus rivales, y en un acto poco deportivo arremetieron a golpes contra varios jugadores del seleccionado de Paraguay. Aunque la actitud era reprochable desde el punto de vista del fair play, confieso que nuestras almas heridas sintieron la suave caricia del desahogo.
Pese a la derrota, seguimos como un solo país, quizás sumidos todavía en la borrachera de la pasión futbolística, lamimos nuestras heridas en familia, retomando esa sensación colectiva de convivencia que hace tantos años habíamos perdido.
Hoy todavía el vaho de las emociones vividas no se ha difuminado. Me invade la profunda melancolía de la realidad cotidiana, que amenaza con acabar la efímera ilusión de unidad. Por eso invoco a Dios con toda humildad, pidiéndole que el futbol no pare.       

jueves, 8 de noviembre de 2012

Hiroshima 6-08

Un día como hoy, in nineteen forty five,
un Little Boy cargado de uranio
hizo explotar el cielo de Japón.

Thirteen tons of TNT
crearon el mítico hongo nuclear
que destruyó Hiroshima,
killed over a hundred thousand innocent people,
Thanks Harry
por matar en nombre de la paz.

jueves, 18 de octubre de 2012

HUANG CHUNCAI (El hombre Elefante de China)




Franz Grillparzer




        

Huang abrió su oblicuo ojo de cíclope por primera vez en muchos días; sentía dolor; pero no le importaba porque sólo era simple dolor corporal. Guardaba en su corazón la esperanza de la reconstrucción posible, la acción milagrosa que lo apartara del abismo.

         Sabía que su aspecto monstruoso sobresaltaba los corazones de todo aquel que lo veía. Sensaciones amalgamadas, repugnancia, lástima, compasión, transitaban por el interior de aquellos hombres simples y afortunados, que lo miraban con horror. Las expresiones de sus rostros, delataban lo que sus bocas no alcanzaban a decir; sin embargo Huang, por ese paso fugaz de su ojo, agazapado entre malformaciones de carne hinchada, a través de otras miradas comprendía lo que ellos sentían y callaban. Nunca nadie esculcó en el alma de Huang, ninguno podía comprender cómo un ser así deseaba vivir: ¿por qué luchaba?, ¿por qué se aferraba a aquella existencia inerme? Nadie se planteaba descifrar la razón que lo empuja a pelear, a seguir soportando su injusto destino; su existir sin mañana, sin paraíso, sólo con la efímera posibilidad de tropezar con el amor en forma tangencial.
         Excluido, vetado del deseo, de esa fuerza animal que entrelaza alma y cuerpo haciéndonos delirar. Expoliado hasta del burdo impulso animal, corriente, breve, fugaz. Huang aguardaba, contrahecho, frágil, agónico; esperando en silencio, aferrado a un algo que ni él mismo sabía descifrar.
         Desde el dolor perpetuo de  sus heridas supurantes, sentía su paquidérmico rostro palpitar como un enorme corazón; estoico, soportaba el tormento aferrado a la ilusión.
         Por fin llegó el momento de confrontarse: como extraída de la mente de Shelley, la terrible imagen que le devolvió el cristal resultó desoladora. Entonces, Huang sintió como escapaba de su ojo de cíclope, una lágrima de horror.

martes, 16 de octubre de 2012

Travesía sinfónica




           



Gracias a las bondades de mi tiempo, un individuo corriente como yo, puede convertir en realidad el sueño de Michelangelo Buonarroti; como el Ícaro de los griegos remontar vuelo desde este mí insignificante rincón de escritor.
            Ajusto el volumen de mi estéreo para que la música sea mi compañera a lo largo de esta travesía. Confieso que me produce vértigo esta forma cibernética de desplazamiento; la posibilidad de irrumpir a las alturas en solitario, genera en mí una mezcla de angustia y excitación difícil de explicar.  La angustia me lleva a añorar cualquiera de las maravillosas máquinas voladoras que el hombre ha diseñado y perfeccionado en el tiempo luego del primer vuelo del Wright Flyer, a comienzos del siglo XX. La excitación me arroja desde la cúspide de esta montaña rusa desconocida y espeluznante, que es la subsistencia, donde comienzo este viaje iniciático hacia la extinción.

            Ya en el espacio abierto, cerca de las nubes, acumulo el valor suficiente para abrir los ojos. Desearía disponer de un altímetro para saber que tan elevado me encuentro, no puedo arriesgarme a que mis alas se derritan con el sol. La única certeza que tengo, es que me encuentro más despegado del suelo de lo que nunca soñé estar. Desde aquí, puedo constatar que Igor Barreto tenía razón cuando describe a Venezuela como: “Un país con la forma de una mancha de sangre”
            Recojo las alas, desciendo un poco; veo al este la inconfundible figura de yunque del estado Sucre; Araya a la izquierda, Paria a la derecha, como sendas lanzas desafiantes que penetran el vientre marino. Sigo descendiendo, buscando el norte, allí están las islas de Margarita, Coche y Cubagua, tríade que conforma la Nueva Esparta; alegórica referencia al heroísmo de sus moradores durante la guerra de independencia, audacia y valentía que llegó a equipararse a la de Leónidas y los hoplitas en el desfiladero de las Termópilas.         Más abajo aun, diviso la Bahía de Juan Griego al norte de Margarita; los peñeros anclados en la orilla se asemejan a los barquitos de papel que impregnaron de alegría mi infancia.
            Agitando con pericia insospechada las alas, desciendo con suavidad sobre una pequeña colina despoblada entre la laguna de Los Mártires y la bahía.  De frente, la inmensidad del mar Caribe, sus destellos platinados, sus infinitas tonalidades de azul, y esa luz abrumadora de nuestra tierra, luz que subyuga, y escamotea la cordura; dicotomía que fascina y a la vez intimida. El cíclico golpeteo del oleaje contra las rocas, crea sonidos repetitivos, monocordes, que potencian la posibilidad de discernir sobre mi fugaz pasantía entre los hombres, a veces también una repetitiva y monocorde estación que llamamos vida.
            Contemplando el mar, crece en mi interior la misma sensación que Curro El Palmo sentía hacia su amor imposible; porque al igual que Mercedes, el mar tiene: “la vida y la muerte bordada en la boca…” Sin la belleza de los hexasílabos creados por Serrat, van desfilando por mi mente palabras que se unen al rumor oceánico, se agrupan, forman acordes, sonidos que poco a poco se ordenan y conforman la lánguida melodía que me acompaña.
            Obnubilado por la brisa, la luz, y la sinfonía del mar, mis pies allanan la tierra caliente, cual raíces palpitantes que se integran al suelo pedregoso; me vuelvo parte del paisaje, mimetizándome con el mar.  Cierro los ojos y escucho a lo lejos el tercer movimiento de “La mer” de Claude Debussy; “El diálogo del viento y del mar” que en un pianissimo do sostenido se apodera de mi alma. El mar es éxtasis total, es piel, el contacto de cuerpos desnudos jugando en la ingravidez del agua; es el sol que abraza, la brisa salobre que refresca, la arena que cede ante el peso del cuerpo, dibujando huellas como efímero rastro que el mismo mar se encargará de borrar.
            Después, sólo después, pues perdí toda referencia temporal, cuando el sol inicia su descenso cotidiano y en el horizonte parece fundirse con el mar, se produce la génesis de un nuevo paisaje, de nuevas emociones que se amalgaman. El inminente encuentro de colosos desata una hemorragia de colores volcánicos; una enorme descarga de lava silente puebla el firmamento, como presagiando la oscuridad que vendrá. Las gaviotas entonan sus cánticos de guerra; marciales y ordenadas enfilan hacia el mar tratando de conseguir un último bocado, una pequeña víctima que deje de existir para prolongar su vida de tenaz cazador. De nuevo se entrelazan la muerte con la vida, como un ciclo infinito, fatídico, inevitable. Mientras, yo plantado en la colina, observo en derredor con algo de nostalgia, las horas que transcurren, el paso de los días, afectos que comienzan y terminan, saturando el alma con gajos de melancolía.
            Cuando todo presagia el final de un viaje tranquilo, inesperadamente algo perturba el reposo de Zeus en su trono de marfil; grandes y oscuras nubes rompen la tranquilidad de la tarde, sonidos estridentes silencian el canto de las gaviotas, el rumor de las olas. Desde lo alto del Olimpo, un enojado dios nos arroja centellas, relámpagos y truenos.  Aparece la lluvia, primero tenue, luego con fuerza inusitada, el mar se estremece con rigor, mostrándonos el lado oscuro de su corazón; la destrucción, la muerte posible. En mi interior, resuena con fortísima sonoridad el vertiginoso vaivén de los arcos contra las cuerdas de los violines, Vivaldi, el tercer movimiento de La Tempestad. Me invade la angustia, el pánico terrible de mi debilidad de hombre, ante la infinita fuerza natural; una gigantesca lengua de agua me arrastra con violencia, me arranca de cuajo de la tierra rojiza, destroza mis alas, me arroja hasta el fondo oscuro del océano; me abruma la angustiosa impotencia de mis limitadas fuerzas, no puedo respirar, el miedo me paraliza, el terror a lo desconocido, a las criaturas marinas que con voracidad rasgarán a dentelladas mi cuerpo. Todo se vuelve un remolino de confusión, presiento el fin, cierro los ojos y aprieto los dientes con la intensidad que me permite un último esfuerzo, espero el golpe fulminante, el sonido de mi cráneo al fracturarse, la irremediable pérdida de conciencia; en un postrero intento de reconciliación, rezo, y simplemente espero…
            Ya en el espacio abierto, cerca de las nubes, acumulo el valor suficiente para abrir los ojos. Desearía disponer de un altímetro para saber que tan elevado me encuentro, no puedo arriesgarme a que mis alas se derritan con el sol. La única certeza que tengo, es que me encuentro más despegado del suelo de lo que nunca soñé estar. Desde aquí, puedo constatar que Igor Barreto tenía razón cuando describe a Venezuela como: “Un país con la forma de una mancha de sangre”
            Recojo las alas, desciendo un poco; veo al Oeste la inconfundible figura de yunque del estado Sucre; Araya a la izquierda, Paria a la derecha, como sendas lanzas desafiantes que penetran el vientre marino. Sigo descendiendo, buscando el norte, allí están las islas de Margarita, Coche y Cubagua, tríade que conforma la Nueva Esparta; alegórica referencia al heroísmo de sus moradores durante la guerra de independencia, audacia y valentía que llegó a equipararse a la de Leónidas y los hoplitas en el desfiladero de las Termópilas.     Más abajo aun, diviso la Bahía de Juan Griego al norte de Margarita; los peñeros anclados en la orilla se asemejan a los barquitos de papel que impregnaron de alegría mi infancia.
            Agitando con pericia insospechada las alas, desciendo con suavidad sobre una pequeña colina despoblada entre la laguna de Los Mártires y la bahía.  De frente, la inmensidad del mar Caribe, sus destellos platinados, sus infinitas tonalidades de azul, y esa luz abrumadora de nuestra tierra, luz que subyuga, y escamotea la cordura; dicotomía que fascina y a la vez intimida. El cíclico golpeteo del oleaje contra las rocas, crea sonidos repetitivos, monocordes, que potencian la posibilidad de discernir sobre mi fugaz pasantía entre los hombres, a veces también una repetitiva y monocorde estación que llamamos vida.
            Contemplando el mar, crece en mi interior la misma sensación que Curro El Palmo sentía hacia su amor imposible; porque al igual que Mercedes, el mar tiene: “la vida y la muerte bordada en la boca…” Sin la belleza de los hexasílabos creados por Serrat, van desfilando por mi mente palabras que se unen al rumor oceánico, se agrupan, forman acordes, sonidos que poco a poco se ordenan y conforman la lánguida melodía que me acompaña.
            Obnubilado por la brisa, la luz, y la sinfonía del mar, mis pies allanan la tierra caliente, cual raíces palpitantes que se integran al suelo pedregoso; me vuelvo parte del paisaje, mimetizándome con el mar.  Cierro los ojos y escucho a lo lejos el tercer movimiento de “La mer” de Claude Debussy; “El diálogo del viento y del mar” que en un pianissimo do sostenido se apodera de mi alma. El mar es éxtasis total, es piel, el contacto de cuerpos desnudos jugando en la ingravidez del agua; es el sol que abraza, la brisa salobre que refresca, la arena que cede ante el peso del cuerpo, dibujando huellas como efímero rastro que el mismo mar se encargará de borrar.
            Después, sólo después, pues perdí toda referencia temporal, cuando el sol inicia su descenso cotidiano y en el horizonte parece fundirse con el mar, se produce la génesis de un nuevo paisaje, de nuevas emociones que se amalgaman. El inminente encuentro de colosos desata una hemorragia de colores volcánicos; una enorme descarga de lava silente puebla el firmamento, como presagiando la oscuridad que vendrá. Las gaviotas entonan sus cánticos de guerra; marciales y ordenadas enfilan hacia el mar tratando de conseguir un último bocado, una pequeña víctima que deje de existir para prolongar su vida de tenaz cazador. De nuevo se entrelazan la muerte con la vida, como un ciclo infinito, fatídico, inevitable. Mientras, yo plantado en la colina, observo en derredor con algo de nostalgia, las horas que transcurren, el paso de los días, afectos que comienzan y terminan, saturando el alma con gajos de melancolía.
            Cuando todo presagia el final de un viaje tranquilo, inesperadamente algo perturba el reposo de Zeus en su trono de marfil; grandes y oscuras nubes rompen la tranquilidad de la tarde, sonidos estridentes silencian el canto de las gaviotas, el rumor de las olas. Desde lo alto del Olimpo, un enojado dios nos arroja centellas, relámpagos y truenos.  Aparece la lluvia, primero tenue, luego con fuerza inusitada, el mar se estremece con rigor, mostrándonos el lado oscuro de su corazón; la destrucción, la muerte posible. En mi interior, resuena con fortísima sonoridad el vertiginoso vaivén de los arcos contra las cuerdas de los violines, Vivaldi, el tercer movimiento de La Tempestad. Me invade la angustia, el pánico terrible de mi debilidad de hombre, ante la infinita fuerza natural; una gigantesca lengua de agua me arrastra con violencia, me arranca de cuajo de la tierra rojiza, destroza mis alas, me arroja hasta el fondo oscuro del océano; me abruma la angustiosa impotencia de mis limitadas fuerzas, no puedo respirar, el miedo me paraliza, el terror a lo desconocido, a las criaturas marinas que con voracidad rasgarán a dentelladas mi cuerpo. Todo se vuelve un remolino de confusión, presiento el fin, cierro los ojos y aprieto los dientes con la intensidad que me permite un último esfuerzo, espero el golpe fulminante, el sonido de mi cráneo al fracturarse, la irremediable pérdida de conciencia; en un postrero intento de reconciliación, rezo, y simplemente espero…