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jueves, 29 de noviembre de 2012

SENSACIÓN VINOTINTO



Tenía escasamente diez años y vivía en Valencia, cuando Venezuela empezó a formar parte de ese “mundo globalizado”, que Marshall McLuhan  dio a conocer en el año 1968, con la publicación de su libro “Guerra y paz en la Aldea Global”.
El 20 de julio de 1969, nos preparábamos para observar un acontecimiento cuya relevancia trascendió fronteras: el hombre lograba conquistar la Luna. Radio Carcas Televisión,  impulsada por un espíritu pionero,  planificaba transmitir “en directo”, término que de allí en adelante empezaría a ser familiar, esa gran hazaña.
Luego de grandes esfuerzos, tanto técnicos como económicos, instaló una antena rastreadora en la rural población de Camatagua. Así posibilitaba que con atónitos ojos de incredulidad, los venezolanos observáramos ese primer contacto de la raza humana con el polvo lunar; contacto que según Neil Armstrong, era: “un pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad"
 Mi mundo infantil de niño provinciano, no era capaz de advertir la importancia de ese evento; sin embargo recuerdo que mis padres, y hermanos mayores no hablaban en ese tiempo de otra cosa; de mi parte yo seguía el evento a distancia, y en verdad sin prestar mucho interés. Esa apertura hacia el mundo global no tardaría en tocarme a mí también.
Menos de un año después de la transmisión del viaje del Apolo 11; se anunciaba una nueva transmisión “en directo”. Esta vez sería la Copa Mundial de Fútbol, México 70. Mi  joven e inocente corazón, caería subyugado ante la magia tecnológica de las comunicaciones a distancia, sortilegio que me permitiría ver desde la humilde sala de mi casa en el barrio Santa Rosa, a estrellas de la talla  en el Pelé, Franz Beckenbauer, Gerd Müller, Teófilo Cubillas, Bobby Charlton y Gianni Rivera.
Poco sabía de fútbol en ese entonces, aunque de seguro más de lo que conocía mi familia sobre viajes espaciales.  Sin embargo, a partir de esa tarde del martes 31 de mayo de 1970, cuando en el Estadio Azteca en Ciudad de México se dio el pitazo inaugural del certamen, mi concepción del mundo y su entorno cambiaría.
Ese primer duelo, fue entre las escuadras de la Unión Soviética y los anfitriones mejicanos. Lo primero que sentí, fue la electrizante emoción que transmiten más de 100.000 seres humanos coreando un himno en apoyo a su escuadra, a su país, a sus sueños. Lo segundo, fue que aquella competencia confrontaba implícitamente a dos culturas, la cultura europea de la conquista, en oposición a la cultura irreverente y libertaria hispanoamericana. Fue todo un despertar étnico, el colocarme en el bando de la tez cobriza, y los rostros aindiados de los aztecas.
Con el avance de los juegos se podía ver con claridad que las diferencias culturales quedaban evidenciadas en la manera de patear el balón. El juego, ordenado, sobrio y mecánico de los fornidos europeos, se contraponía a la vistosidad y picardía de los futbolistas del continente americano; mucho menos dotados desde el punto de vista físico. Así las cosas, la confrontación quedaba claramente definida, y toda la nación hacía barra por los combinados de nuestra América. Ese silvestre sentimiento de integración americana que experimentada mi conciencia infantil, se repetía y arraigaba en el corazón de todos quienes frente a los televisores contemplaban las épicas batallas futbolísticas, que se llevaban a cabo en Guadalajara, León, Puebla, Toluca y Ciudad de México. La nación entera despertaba al reconocimiento de nuestras semejanzas, y nacía el orgullo colectivo de una idiosincrasia que traspasaba los límites de nuestra geografía. 
México, Uruguay, Perú y por sobre todo Brasil sacaron la cara por los nuestros, mientras que La Unión Soviética, Alemania, Inglaterra e Italia lo hacían por los europeos. La forma como se desarrollaron las confrontaciones garantizaba que en la final se verían las caras representantes del viejo y nuevo continente. Italia y Brasil definirían el campeón de la copa.
El juego alegre y punzante del cuadro carioca, llenaba nuestra alma de ilusión. Era la primera vez que sentíamos que todos estábamos de acuerdo respecto a algo, que todos remábamos en el mismo sentido, y que esa situación rebasaba el ámbito de nuestros hogares para adquirir un sentido nacional. De esa época recuerdo una caricatura de Pedro León Zapata, en la que se representaba a una maestra de escuela, diciéndole a sus alumnos: “Venezuela limita por el sur con ¡BRASIL!, ¡BRASIL!, ¡BRASIL!...”, imitando los cánticos de los hinchas latinos que colmaban los estadios mejicanos.
El resultado de la batalla final, no pudo ser más placentero para quienes históricamente habíamos sido víctimas sempiternas de abusos colonialistas. Brasil y su fútbol de fantasía, arrollaron a los italianos con un contundente 4-1. Edson Arantes do Nascimento (el rey Pelé), Gérson, Jairzinho y Carlos Alberto, fueron los héroes en ese juego final.
Por primera vez experimenté (y experimentábamos), amor hacia una causa, por vez primera vivíamos la sensación de vencer las adversidades, la fuerza incontrolable del sí se puede. Adopté a la canariña como cosa propia, sin el más mínimo remordimiento, porque éramos un solo bloque, un solo corazón palpitando en cada patada que se daba al balón, para transformarlo en goles, y pude comprobar en la práctica que: goles son amores.

El tiempo pasó, inevitablemente crecí y aquella experiencia mágica, global e integradora se fue difuminando en el tiempo. Aunque cada cuatro años se celebra religiosamente una nueva Copa Mundial de Fútbol, nuestra percepción del evento nunca fue la misma. Copa tras copa la virginidad del país desflorada en México 70, se fue transformando en la monotonía de una relación que se volvía promiscua e irrelevante. En sucesión siguieron Alemania 74, Argentina 78, España 82, México, 86, Italia 90, USA 94, Francia 98, Corea/Japón 2002, Alemania 2006 y Suráfrica 2010, cada evento se volvía una tediosa repetición de juegos que no hacían brotar la pasión vivida esa primera vez.
Simultáneamente en nuestro país, también se iban produciendo transformaciones políticas y sociales, que nos hacían migrar de una democracia ingenua hacia el socialismo del siglo XXI. El espejismo de la integración hispanoamericana reencarnaba en la dicotomía de países aliados y países enemigos. En lo interno, nuestra inocente hermandad se fue fragmentando entre escuálidos, y oligarcas, patriotas, y revolucionarios, grupos irreconciliables entre los cuales resulta impensable el resurgir de un sentimiento nacional.
Así nos encontró el 2011, cuarenta y un años después de México 70. Nuestra selección Vinotinto asistía en calidad de Cenicienta a tierra Argentina, cuna de Alfredo Di Stéfano, Maradona, Messi, y otros astros de renombre mundial,  para representarnos en la Copa América. En este evento, sólo para selecciones de nuestra América, también surgían diferencias. Quizás no de connotaciones étnicas como en aquella Copa Jules Rimet del 70, aún cuando los nativos del cono sur siempre se han creído europeos; pero si entre los países denominados como grandes del fútbol (Argentina, Brasil, Uruguay), y los países chicos como Costa Rica, Perú y Venezuela. Se repetía entonces la eterna confrontación entre David y Goliat.
La escuadra Vinotinto tenía su primer juego contra un seleccionado carioca plagado de luminarias. Cuando el arbitro boliviano Raúl Orosco, señaló en inicio del juego,  en el estadio Ciudad de La Plata, pocos pensábamos que nuestra escuadra tendría una actuación decorosa. Muchos apagaron sus televisores cuando a pocos minutos de iniciado el partido, Alexandre Rodrigues da Silva (Pato), produjo con la diestra un disparo fulminante que no consiguió resistencia en el portero venezolano Renny Vega, disparo potente y mortífero que milagrosamente pegó en el travesaño, dejando el marcador inmaculado. Era como un presagio del milagro que estaba por ocurrir.
El partido continuó, y la goleada esperada no se presentaba, increíblemente los jugadores vinotinto eran quienes tomaban las riendas del partido. Tocaban como los dioses el balón ante unos atónitos y desesperados brasileros. El encuentro concluyó con un empate sin goles; el cuadro venezolano hacía resurgir en los corazones de sus coterráneos la ilusión del si se puede.
La copa continuó su avance y Venezuela derrotó a Ecuador, para luego empatar contra los paraguayos a tres goles, en un partido épico, donde la vinotinto dejó ver de que material estaba echa, al remontar una desventaja 1-3, en el último cuarto del juego. La euforia nos invadió; por primera vez en muchos años no importaban las diferencias políticas, se olvidó la confrontación entre oligarcas y revolucionarios, entre ricos y pobres, entre escuálidos y chavistas. Todos juntos imbuidos de un sentimiento nacional que desbordaba nuestros corazones, nos hermanáramos en un abrazo fraternal e igualitario, en la alegría del grito conjunto de gol.
Revivían entonces los mismos sentimientos que de niño grabaron en mi corazón los colores verde amárelo de scratch brasileño; y que me habían convertido en un “pastelero” apátrida y despreciable, a decir de algunos compatriotas.
Esta vez, y para siempre, era el color vinotinto el que impregnaba mi alma de emociones. El vino tinto del reencuentro nos embriagaba. Al igual que en la “Fiesta” de Serrat: “…hoy el noble y el villano, / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano/ sin importarles la facha. / Juntos los encuentra el sol / a la sombra de un farol / empapados en alcohol / magreando a una muchacha.”  Al país lo sorprendió la mañana, tras una noche de juerga futbolística, unido en un solo sentimiento, en un solo objetivo, en una sola emoción.
La ilusión continuó unos días más, y cuando enfrentamos otra vez, ahora en semi-finales, al equipo charrúa, buscando el derecho de disputar nuestra primera final de Copa América, la opción de triunfo era clara. En el terreno los vinotinto evidenciaron que lo logrado hasta ese momento no era obra de la casualidad. Jugaron con técnica y estilo, arrinconaron a los experimentados paraguayos, y sólo su suerte impidió que ganáramos en el tiempo reglamentario. Nos fuimos a un alargue en el cual también mostramos superioridad futbolística, pero no la precisión de transformar esa superioridad en goles. Al final la ruleta de los penaltis nos otorgó una derrota inmerecida, pero real e inobjetable. Nuestros muchachos que habían entregado todo en la cancha, no pudieron soportar la burla de sus rivales, y en un acto poco deportivo arremetieron a golpes contra varios jugadores del seleccionado de Paraguay. Aunque la actitud era reprochable desde el punto de vista del fair play, confieso que nuestras almas heridas sintieron la suave caricia del desahogo.
Pese a la derrota, seguimos como un solo país, quizás sumidos todavía en la borrachera de la pasión futbolística, lamimos nuestras heridas en familia, retomando esa sensación colectiva de convivencia que hace tantos años habíamos perdido.
Hoy todavía el vaho de las emociones vividas no se ha difuminado. Me invade la profunda melancolía de la realidad cotidiana, que amenaza con acabar la efímera ilusión de unidad. Por eso invoco a Dios con toda humildad, pidiéndole que el futbol no pare.       

jueves, 8 de noviembre de 2012

Hiroshima 6-08

Un día como hoy, in nineteen forty five,
un Little Boy cargado de uranio
hizo explotar el cielo de Japón.

Thirteen tons of TNT
crearon el mítico hongo nuclear
que destruyó Hiroshima,
killed over a hundred thousand innocent people,
Thanks Harry
por matar en nombre de la paz.