Tenía
escasamente diez años y vivía en Valencia, cuando Venezuela empezó a formar
parte de ese “mundo globalizado”, que Marshall McLuhan dio a conocer en el año 1968, con la
publicación de su libro “Guerra y paz en la Aldea Global”.
El
20 de julio de 1969, nos preparábamos para observar un acontecimiento cuya
relevancia trascendió fronteras: el hombre lograba conquistar la Luna. Radio
Carcas Televisión, impulsada por un
espíritu pionero, planificaba transmitir
“en directo”, término que de allí en adelante empezaría a ser familiar, esa
gran hazaña.
Luego
de grandes esfuerzos, tanto técnicos como económicos, instaló una antena rastreadora
en la rural población de Camatagua. Así posibilitaba que con atónitos ojos de
incredulidad, los venezolanos observáramos ese primer contacto de la raza
humana con el polvo lunar; contacto que según Neil Armstrong, era: “un pequeño paso para un hombre pero un gran
salto para la humanidad"
Mi mundo infantil de niño provinciano, no era
capaz de advertir la importancia de ese evento; sin embargo recuerdo que mis
padres, y hermanos mayores no hablaban en ese tiempo de otra cosa; de mi parte
yo seguía el evento a distancia, y en verdad sin prestar mucho interés. Esa
apertura hacia el mundo global no tardaría en tocarme a mí también.
Menos
de un año después de la transmisión del viaje del Apolo 11; se anunciaba una
nueva transmisión “en directo”. Esta vez sería la Copa Mundial de Fútbol,
México 70. Mi joven e inocente corazón,
caería subyugado ante la magia tecnológica de las comunicaciones a distancia, sortilegio
que me permitiría ver desde la humilde sala de mi casa en el barrio Santa Rosa,
a estrellas de la talla en el Pelé,
Franz Beckenbauer, Gerd Müller, Teófilo Cubillas, Bobby Charlton y Gianni
Rivera.
Poco
sabía de fútbol en ese entonces, aunque de seguro más de lo que conocía mi
familia sobre viajes espaciales. Sin
embargo, a partir de esa tarde del martes 31 de mayo de 1970, cuando en el Estadio
Azteca en Ciudad de México se dio el pitazo inaugural del certamen, mi
concepción del mundo y su entorno cambiaría.
Ese
primer duelo, fue entre las escuadras de la Unión Soviética y los anfitriones
mejicanos. Lo primero que sentí, fue la electrizante emoción que transmiten más
de 100.000 seres humanos coreando un himno en apoyo a su escuadra, a su país, a
sus sueños. Lo segundo, fue que aquella competencia confrontaba implícitamente
a dos culturas, la cultura europea de la conquista, en oposición a la cultura
irreverente y libertaria hispanoamericana. Fue todo un despertar étnico, el
colocarme en el bando de la tez cobriza, y los rostros aindiados de los
aztecas.
Con
el avance de los juegos se podía ver con claridad que las diferencias
culturales quedaban evidenciadas en la manera de patear el balón. El juego, ordenado,
sobrio y mecánico de los fornidos europeos, se contraponía a la vistosidad y
picardía de los futbolistas del continente americano; mucho menos dotados desde
el punto de vista físico. Así las cosas, la confrontación quedaba claramente
definida, y toda la nación hacía barra por los combinados de nuestra América.
Ese silvestre sentimiento de integración americana que experimentada mi
conciencia infantil, se repetía y arraigaba en el corazón de todos quienes
frente a los televisores contemplaban las épicas batallas futbolísticas, que se
llevaban a cabo en Guadalajara, León, Puebla, Toluca y Ciudad de México. La
nación entera despertaba al reconocimiento de nuestras semejanzas, y nacía el
orgullo colectivo de una idiosincrasia que traspasaba los límites de nuestra
geografía.
México,
Uruguay, Perú y por sobre todo Brasil sacaron la cara por los nuestros,
mientras que La Unión Soviética, Alemania, Inglaterra e Italia lo hacían por
los europeos. La forma como se desarrollaron las confrontaciones garantizaba
que en la final se verían las caras representantes del viejo y nuevo
continente. Italia y Brasil definirían el campeón de la copa.
El
juego alegre y punzante del cuadro carioca, llenaba nuestra alma de ilusión.
Era la primera vez que sentíamos que todos estábamos de acuerdo respecto a
algo, que todos remábamos en el mismo sentido, y que esa situación rebasaba el
ámbito de nuestros hogares para adquirir un sentido nacional. De esa época
recuerdo una caricatura de Pedro León Zapata, en la que se representaba a una
maestra de escuela, diciéndole a sus alumnos: “Venezuela limita por el sur con
¡BRASIL!, ¡BRASIL!, ¡BRASIL!...”, imitando los cánticos de los hinchas latinos
que colmaban los estadios mejicanos.
El
resultado de la batalla final, no pudo ser más placentero para quienes
históricamente habíamos sido víctimas sempiternas de abusos colonialistas.
Brasil y su fútbol de fantasía, arrollaron a los italianos con un contundente
4-1. Edson Arantes do Nascimento (el rey Pelé), Gérson, Jairzinho y Carlos
Alberto, fueron los héroes en ese juego final.
Por
primera vez experimenté (y experimentábamos), amor hacia una causa, por vez
primera vivíamos la sensación de vencer las adversidades, la fuerza
incontrolable del sí se puede. Adopté
a la canariña como cosa propia, sin
el más mínimo remordimiento, porque éramos un solo bloque, un solo corazón
palpitando en cada patada que se daba al balón, para transformarlo en goles, y pude
comprobar en la práctica que: goles son
amores.
El
tiempo pasó, inevitablemente crecí y aquella experiencia mágica, global e
integradora se fue difuminando en el tiempo. Aunque cada cuatro años se celebra
religiosamente una nueva Copa Mundial de Fútbol, nuestra percepción del evento
nunca fue la misma. Copa tras copa la virginidad del país desflorada en México
70, se fue transformando en la monotonía de una relación que se volvía
promiscua e irrelevante. En sucesión siguieron Alemania 74, Argentina 78,
España 82, México, 86, Italia 90, USA 94, Francia 98, Corea/Japón 2002,
Alemania 2006 y Suráfrica 2010, cada evento se volvía una tediosa repetición de
juegos que no hacían brotar la pasión vivida esa primera vez.
Simultáneamente
en nuestro país, también se iban produciendo transformaciones políticas y
sociales, que nos hacían migrar de una democracia ingenua hacia el socialismo
del siglo XXI. El espejismo de la integración hispanoamericana reencarnaba en
la dicotomía de países aliados y países enemigos. En lo interno, nuestra inocente
hermandad se fue fragmentando entre escuálidos, y oligarcas, patriotas, y revolucionarios,
grupos irreconciliables entre los cuales resulta impensable el resurgir de un
sentimiento nacional.
Así
nos encontró el 2011, cuarenta y un años después de México 70. Nuestra
selección Vinotinto asistía en calidad de Cenicienta a tierra Argentina, cuna
de Alfredo Di Stéfano, Maradona, Messi, y otros astros de renombre mundial, para representarnos en la Copa América. En
este evento, sólo para selecciones de nuestra América, también surgían
diferencias. Quizás no de connotaciones étnicas como en aquella Copa Jules Rimet del 70, aún cuando los
nativos del cono sur siempre se han creído europeos; pero si entre los países
denominados como grandes del fútbol (Argentina, Brasil, Uruguay), y los países
chicos como Costa Rica, Perú y Venezuela. Se repetía entonces la eterna
confrontación entre David y Goliat.
La
escuadra Vinotinto tenía su primer juego contra un seleccionado carioca plagado
de luminarias. Cuando el arbitro boliviano Raúl Orosco, señaló en inicio del
juego, en el estadio Ciudad de La Plata,
pocos pensábamos que nuestra escuadra tendría una actuación decorosa. Muchos
apagaron sus televisores cuando a pocos minutos de iniciado el partido,
Alexandre Rodrigues da Silva (Pato), produjo con la diestra un disparo
fulminante que no consiguió resistencia en el portero venezolano Renny Vega, disparo
potente y mortífero que milagrosamente pegó en el travesaño, dejando el
marcador inmaculado. Era como un presagio del milagro que estaba por ocurrir.
El
partido continuó, y la goleada esperada no se presentaba, increíblemente los
jugadores vinotinto eran quienes tomaban las riendas del partido. Tocaban como
los dioses el balón ante unos atónitos y desesperados brasileros. El encuentro
concluyó con un empate sin goles; el cuadro venezolano hacía resurgir en los
corazones de sus coterráneos la ilusión del si
se puede.
La
copa continuó su avance y Venezuela derrotó a Ecuador, para luego empatar
contra los paraguayos a tres goles, en un partido épico, donde la vinotinto
dejó ver de que material estaba echa, al remontar una desventaja 1-3, en el
último cuarto del juego. La euforia nos invadió; por primera vez en muchos años
no importaban las diferencias políticas, se olvidó la confrontación entre
oligarcas y revolucionarios, entre ricos y pobres, entre escuálidos y chavistas.
Todos juntos imbuidos de un sentimiento nacional que desbordaba nuestros
corazones, nos hermanáramos en un abrazo fraternal e igualitario, en la alegría
del grito conjunto de gol.
Revivían
entonces los mismos sentimientos que de niño grabaron en mi corazón los colores
verde amárelo de scratch brasileño; y que me habían convertido en
un “pastelero” apátrida y
despreciable, a decir de algunos compatriotas.
Esta
vez, y para siempre, era el color vinotinto el que impregnaba mi alma de
emociones. El vino tinto del reencuentro nos embriagaba. Al igual que en la “Fiesta” de Serrat: “…hoy el noble y el
villano, / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano/ sin importarles
la facha. / Juntos los encuentra el sol / a la sombra de un farol / empapados
en alcohol / magreando a una muchacha.” Al
país lo sorprendió la mañana, tras una noche de juerga futbolística, unido en
un solo sentimiento, en un solo objetivo, en una sola emoción.
La
ilusión continuó unos días más, y cuando enfrentamos otra vez, ahora en
semi-finales, al equipo charrúa, buscando el derecho de disputar nuestra
primera final de Copa América, la opción de triunfo era clara. En el terreno
los vinotinto evidenciaron que lo logrado hasta ese momento no era obra de la casualidad.
Jugaron con técnica y estilo, arrinconaron a los experimentados paraguayos, y
sólo su suerte impidió que ganáramos en el tiempo reglamentario. Nos fuimos a
un alargue en el cual también mostramos superioridad futbolística, pero no la
precisión de transformar esa superioridad en goles. Al final la ruleta de los
penaltis nos otorgó una derrota inmerecida, pero real e inobjetable. Nuestros
muchachos que habían entregado todo en la cancha, no pudieron soportar la burla
de sus rivales, y en un acto poco deportivo arremetieron a golpes contra varios
jugadores del seleccionado de Paraguay. Aunque la actitud era reprochable desde
el punto de vista del fair play,
confieso que nuestras almas heridas sintieron la suave caricia del desahogo.
Pese
a la derrota, seguimos como un solo país, quizás sumidos todavía en la
borrachera de la pasión futbolística, lamimos nuestras heridas en familia,
retomando esa sensación colectiva de convivencia que hace tantos años habíamos
perdido.
Hoy todavía el vaho de las emociones vividas no
se ha difuminado. Me invade la profunda melancolía de la realidad cotidiana,
que amenaza con acabar la efímera ilusión de unidad. Por eso invoco a Dios con
toda humildad, pidiéndole que el futbol no pare.