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martes, 7 de enero de 2014

SOBRE LA PATRIA, EL EXILIO Y LA DIGNIDAD


Aunque mi vida nunca ha estado regida por lo fantástico, a veces ocurren coincidencias que te hacen creer en la existencia de algo más allá de lo racional. Fuerzas que están por encima del principio de acción y reacción, de la simplista concepción de que todo tiene una causa que propicia una consecuencia lógica y previsible.

Hoy cuando leía la novela de Ednodio Quintero: “Confesiones de un perro muerto”, di con un párrafo que me dejó estupefacto por la pertinencia que tiene con lo que en estos momentos ocurre en mi Patria Querida.  La novela fue publicada en el año 2006, por lo cual Ednodio tuvo que haber gestado estas líneas con mucho tiempo de antelación, lo que hace más insólita aún su actualidad. 

Cito: “…El zamuro podría competir en nobleza y utilidad con cualquier otro animal, incluyendo el imposible hipogrifo o el austral ornitorrinco. No sé por qué la heráldica ha prescindido de él, seguramente se trata de algún prejuicio. El zamuro, como la serpiente, tiene mala prensa. Creo, sin embargo, que aún estamos a tiempo de corregir semejante discriminación. Le escribiré una carta al Presidente, una carta pública y abierta ponderando los dotes y habilidades del zamuro, y le sugeriré, con mucho tacto para no desatar su ira proverbial, que en virtud del mandato que le ha concedido el soberano, y mediante un decreto ley, consagre a ese príncipe de las pestilencias como  ave nacional. Estamos hartos ya, señor Presidente, de arrendajos, paraulatas y pájaro guarandol. La patria exige un símbolo acorde a nuestra idiosincrasia, un símbolo que podamos exhibir con orgullo al lado de nuestra bandera tricolor.”

¿Por qué leí esto justamente ahora cuando nos toca ver a un grupo de coterráneos saqueando la tienda Daka de Valencia? Y esto es sólo una referencia. También puedo citar a las cientos de personas que cual zamuros hambrientos se agolpan a las puertas de cuanta tienda de electrodomésticos existe a lo largo y ancho del territorio nacional. Allí bajo la impertérrita mirada de gendarmes que muy distantes están de transformar en acción su leitmotiv, que reza: “El honor es su divisa”, esperan con voraz codicia su oportunidad de aprovechar el carnaval de golillas decretadas por el Presidente, para combatir la usura y la denominada “inflación inducida”

Al sopesar esas acciones y actitudes se generan en nuestro interior sentimientos dolorosos y agobiantes. Los “hijos de Bolívar” transmutados por la alquimia de la revolución en aves carroñeras que ríen sardónicamente sobre toneladas de basura ideológica y panfletaria.

Es inobjetable que nuestras rutinas cotidianas han cambiado en los últimos años. Nunca antes, como ahora en revolución, nos hemos hecho conscientes de los avatares de la economía y su impacto en nuestras vidas. Nunca antes, como ahora en revolución, se ha magnificado nuestro deseo de poseer objetos, artefactos eléctricos, y todo aquello que presentimos que desaparecerá del mercado o de nuestras posibilidades de adquisición. Resulta contradictorio que una revolución que preconiza la formación de “el hombre nuevo”, ese ser sublime y de amplia consciencia social, capaz de comprender que: “…aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida…”, halla gestado esta especie de catártido para el cual la filargiria y el consumismo son su razón de vida.

En esta continua “batalla social” en la que nos encontramos inmersos, la lucha más feroz es la que libramos a diario para conseguir los bienes básicos de consumo. Hasta hace poco hacer el mercado resultaba ser una actividad placentera. Hoy en día constituye un acto heroico que requiere poseer competencias de organización y logística de alta especialización, además de contar con una base de información apalancada en las redes sociales.

Una costumbre que de manera inconsciente hemos adquirido, es la de hurgar con la mirada las bolsas de mercado que cualquier transeúnte lleva consigo.  Husmear a través de su polimérica transparencia con la esperanza de descubrir la leche, la mantequilla, el aceite o cualquier otro de los rubros que cíclicamente desaparecen de los anaqueles. Si detectamos algo interesante, procedemos a interpelar al portador del objeto codiciado, e inmediatamente difundimos entre los integrantes de nuestra red las coordenadas con la ubicación del punto de abastecimiento.

La circunstancia económica actual nos obliga a vivir en un permanente estado de alerta. Al percatarnos de la  existencia de una “cola” indagar el por qué existe esa aglomeración de gente. Aunque a veces tengamos que  escuchar argumentos insólitos como por ejemplo: “Estamos esperando para ver si llega algo”.  

Un algo con una connotación mucho más profunda que la inherente al artículo del cual queremos hacernos poseedores. Un algo que parece tener su raíz en la obtención de la cosa que se tenía, que ya no se tiene y que ahora evocamos con la melancolía de aquello que poco a poco se va difuminando ante nuestra incrédula mirada, para finalmente desaparecer en el mar de felicidad decretado institucionalmente.

Un algo que huele a libertad y sabe a libre albedrío. A la posibilidad de reflexionar a distancia del pensamiento oficial sin sentir el yugo de la censura, de la represalia. O como lo interpreta Jonatan Alzuru en su tesis doctoral sobre Sábato: “…el derecho a disentir, libertad de pensar y ser, respetando de manera absoluta, universal, al otro, al hombre concreto, acompañado esto con el afán de resistir, teórica y prácticamente, los embates contra la utopía de luchar por una sociedad sin desigualdad, justa y libre.”

Peligrosamente nos estamos acostumbrando a mordernos la lengua, a  hablar bajito, a tragarnos nuestra inconformidad con el estatus quo para tener la posibilidad de obtener las sobras que nos arrojan desde al alto gobierno. A diario nos autocensuramos, sobrevaloramos la mesura y la incorporamos a nuestra manera de actuar y vivir ubicándonos en la peligrosa frontera del servilismo.

La patria, la patria querida, convertida en spot publicitario, en trampa sentimental de cursilería supina con la cual se pretende atrapar incautos apelando a premisas de orden cívico, que no pueden ocultar las costuras de una ideología militarista que propende la pugna perenne y resume su estrategia en el aforismo latino “Si vis pacem, para bellum” (“Si quieres la paz, prepárate para la guerra”). Esa guerra continúa y solapada en la cual cada día se producen bajas. Unas víctimas del hampa,  de la impunidad, del desatino. Otras porque huyen despavoridas en una desesperada lucha por la supervivencia.

La publicidad estatal nos cuenta que la patria es: “El escenario donde puedes demostrar tu talento”; “El terreno donde tus luchas son recompensadas con la victoria”. Visto desde esa perspectiva la patria puede estar en cualquier parte, y ante tanto caos, ante tanto conflicto se nos viene a la mente la idea del exilio. La posibilidad de buscar una patria nueva fuera de los límites de esta tierra de gracia, trocada en tierra de desgracias, de intolerancias, de abusos hacia todo aquel que pretenda ubicarse fuera del marco del pensamiento único.

            Ante tanto caos, tanta desesperanza, partir hacia otras latitudes luce como la actitud más sensata. Liquidar todos nuestros bienes y hacer maletas ahora que todavía esto es posible. ¿Qué nos detiene?


            Recuerdo una oportunidad hace ya muchos años (cuando todavía era un adolescente), y acompañaba a mi hermana mayor a una fiesta donde un grupo de sus amigos. Yo no conocía a nadie de los que allí estaban; sin embargo traté de adaptarme al grupo. Tomé unos tragos y cuando me sentí blindado del coraje suficiente, saque a una chica a bailar.  Según mi percepción de ese momento, quizás un poco distorsionada por los efluvios del alcohol, me pareció haberme comportado a la altura y hasta haber conseguido que ambos disfrutáramos del set que nos tocó encarar. Tan entusiasmado estaba que no dudé en sacar otra chica a bailar en el set siguiente. De esa forma continué hasta que mi cuerpo poco acostumbrado a esa actividad acusó el cansancio y entonces enfilé hacia el baño para aliviar mi vejiga y refrescarme un poco.

            Justo en ese momento la chica con la cual había bailado el primer set venía saliendo del baño e instintivamente le hice un gesto invitándola a bailar de nuevo. No puedo imaginar cual era mi aspecto, tampoco puedo saber cómo interpretó ella mi inocente solicitud de baile. Lo cierto fue que su gestualidad evidenció una inequívoca señal de desagrado.

            Ante las evidencias no insistí, seguí mi camino hacia el baño y una vez pude cumplir con mis objetivos, salí de nuevo a mezclarme con el resto de los invitados. Cuando estaba tratando de tomar una aceituna rellena de la mesa de los canapés, sentí una mano fornida que me tomaba por el hombro. Era un hombre mayor, comparado conmigo, estaba muy enojado y me conminaba a marcharme amenazándome con golpearme si no lo hacía.

Su actitud me tomó por sorpresa, no entendía nada de lo que pasaba y mucho menos podía imaginar el motivo del enojo del señor. Mi hermana intercedió en mi defensa. Habló con el hombre, quien resultó ser el anfitrión de la fiesta y padre de mi primera compañera de baile. Yo seguía desconcertado cuando mi hermana me tomó del brazo y me dijo que mejor nos marchábamos para evitar males mayores. En el lapso durante el cual me llevaba casi arrastrado hacia la salida me explicó que el señor estaba molesto porque yo le había faltado el respeto a su hija, y que lo mejor era irnos de allí. Fue entonces cuando todo comenzó a tener sentido, comprendí lo que ocurría y una sensación de indignación se fue apoderando de mí. Me zafé de las manos protectoras de mi hermana y fui a la búsqueda del hombre para explicarle lo que había pasado. Apenas me vio aproximarme y sin mediar palabra alguna me dio un golpe directo a la cara que me hizo literalmente volar por los aires. El animal me llevaba unos treinta años y más de cincuenta kilos, ¿qué otra cosa se podía esperar? Desde el suelo lo veía acercarse pero la intervención de la gente impidió que me rematara. Mi hermana gritaba que aprovecháramos para escapar, pero yo no quería huir. Fue entonces cuando grité mi verdad, no recuerdo que fue lo que dije, pero algo de mi discurso logró calar en el grupo pues algunos se fueron sumando a mi bando, lograron someter al animal y llevar las cosas hasta una situación casi normal. Estaba adolorido y mi ojo izquierdo parecía el de Rocky Balboa luego de una pelea de campeonato; sin embargo sabía que había tomado la decisión correcta, que de haber huido mi cara conservaría su lozanía original, pero mi alma sería entonces la que se encontraría aporreada, y para el alma no hay Dencorub que valga.

Quizás eso sea lo mismo que siento hoy en día y me impide optar por una opción más lógica y buscar fuera de mi patria una mayor calidad de vida. De la misma manera irracional tengo incrustada en la mente la certeza de que patria es mucho más que la definición que encontramos en el diccionario. La patria es ese nexo intangible que nos vincula a este nuestro aire, pues sólo aquí se pueden percibir nuestros aromas. Que sólo aquí están nuestros colores, nuestros sabores, los sonidos que nos hacen vibrar al escucharlos, que nos erizan la piel al percibirlos. Que sólo en estas tierras deambulan los espíritus de nuestros antepasados y que esa vinculación única e irrepetible es la que nos hace aferrarnos con uñas y dientes a esta nuestra patria querida.

Que no podemos permitir que nadie nos eche de la tierra en la cual nacimos y a la cual estamos irremediablemente vinculados. No es una cuestión de valentía, es una necesidad vital, existencial, contraria a toda lógica de sobrevivencia, a la búsqueda del confort añorado. Es la imposibilidad fisiológica de ver la patria a través de Facebook, Instagram, Skype, o cualquier otra cosa que inventen. Es la imperiosa necesidad de permanecer aquí con los pies sobre esta tierra maravillosa. Pero un permanecer activo, sumando a la tarea de alcanzar una sociedad verdaderamente justa y libre, o por lo menos actuando desde nuestra dignidad, dejando la piel en el intento.