Aunque
mi vida nunca ha estado regida por lo fantástico, a veces ocurren coincidencias
que te hacen creer en la existencia de algo más allá de lo racional. Fuerzas
que están por encima del principio de acción y reacción, de la simplista
concepción de que todo tiene una causa que propicia una consecuencia lógica y
previsible.
Hoy
cuando leía la novela de Ednodio Quintero: “Confesiones
de un perro muerto”, di con un párrafo que me dejó estupefacto por la
pertinencia que tiene con lo que en estos momentos ocurre en mi Patria Querida. La novela fue publicada en el año 2006, por
lo cual Ednodio tuvo que haber gestado estas líneas con mucho tiempo de
antelación, lo que hace más insólita aún su actualidad.
Cito:
“…El zamuro podría competir en nobleza y
utilidad con cualquier otro animal, incluyendo el imposible hipogrifo o el
austral ornitorrinco. No sé por qué la heráldica ha prescindido de él,
seguramente se trata de algún prejuicio. El zamuro, como la serpiente, tiene
mala prensa. Creo, sin embargo, que aún estamos a tiempo de corregir semejante
discriminación. Le escribiré una carta al Presidente, una carta pública y abierta
ponderando los dotes y habilidades del zamuro, y le sugeriré, con mucho tacto
para no desatar su ira proverbial, que en virtud del mandato que le ha
concedido el soberano, y mediante un decreto ley, consagre a ese príncipe de
las pestilencias como ave nacional.
Estamos hartos ya, señor Presidente, de arrendajos, paraulatas y pájaro
guarandol. La patria exige un símbolo acorde a nuestra idiosincrasia, un
símbolo que podamos exhibir con orgullo al lado de nuestra bandera tricolor.”
¿Por
qué leí esto justamente ahora cuando nos toca ver a un grupo de coterráneos
saqueando la tienda Daka de Valencia? Y esto es sólo una referencia. También
puedo citar a las cientos de personas que cual zamuros hambrientos se agolpan a
las puertas de cuanta tienda de electrodomésticos existe a lo largo y ancho del
territorio nacional. Allí bajo la impertérrita mirada de gendarmes que muy
distantes están de transformar en acción su leitmotiv,
que reza: “El honor es su divisa”, esperan con voraz codicia su oportunidad
de aprovechar el carnaval de golillas decretadas por el Presidente, para
combatir la usura y la denominada “inflación inducida”
Al
sopesar esas acciones y actitudes se generan en nuestro interior sentimientos
dolorosos y agobiantes. Los “hijos de Bolívar” transmutados por la alquimia de
la revolución en aves carroñeras que ríen sardónicamente sobre toneladas de
basura ideológica y panfletaria.
Es
inobjetable que nuestras rutinas cotidianas han cambiado en los últimos años.
Nunca antes, como ahora en revolución, nos hemos hecho conscientes de los
avatares de la economía y su impacto en nuestras vidas. Nunca antes, como ahora
en revolución, se ha magnificado nuestro deseo de poseer objetos, artefactos
eléctricos, y todo aquello que presentimos que desaparecerá del mercado o de
nuestras posibilidades de adquisición. Resulta contradictorio que una
revolución que preconiza la formación de “el
hombre nuevo”, ese ser sublime y de amplia consciencia social, capaz de
comprender que: “…aferrarse a las cosas
detenidas es ausentarse un poco de la vida…”, halla gestado esta especie de
catártido para el cual la filargiria y el consumismo son su razón de vida.
En
esta continua “batalla social” en la que nos encontramos inmersos, la lucha más
feroz es la que libramos a diario para conseguir los bienes básicos de consumo.
Hasta hace poco hacer el mercado resultaba ser una actividad placentera. Hoy en
día constituye un acto heroico que requiere poseer competencias de organización
y logística de alta especialización, además de contar con una base de
información apalancada en las redes sociales.
Una
costumbre que de manera inconsciente hemos adquirido, es la de hurgar con la
mirada las bolsas de mercado que cualquier transeúnte lleva consigo. Husmear a través de su polimérica
transparencia con la esperanza de descubrir la leche, la mantequilla, el aceite
o cualquier otro de los rubros que cíclicamente desaparecen de los anaqueles. Si
detectamos algo interesante, procedemos a interpelar al portador del objeto
codiciado, e inmediatamente difundimos entre los integrantes de nuestra red las
coordenadas con la ubicación del punto de abastecimiento.
La
circunstancia económica actual nos obliga a vivir en un permanente estado de
alerta. Al percatarnos de la existencia
de una “cola” indagar el por qué existe esa aglomeración de gente. Aunque a
veces tengamos que escuchar argumentos
insólitos como por ejemplo: “Estamos
esperando para ver si llega algo”.
Un
algo con una connotación mucho más profunda que la inherente al artículo del cual
queremos hacernos poseedores. Un algo que parece tener su raíz en la obtención
de la cosa que se tenía, que ya no se tiene y que ahora evocamos con la
melancolía de aquello que poco a poco se va difuminando ante nuestra incrédula
mirada, para finalmente desaparecer en el mar de felicidad decretado institucionalmente.
Un
algo que huele a libertad y sabe a libre albedrío. A la posibilidad de
reflexionar a distancia del pensamiento oficial sin sentir el yugo de la
censura, de la represalia. O como lo interpreta Jonatan Alzuru en su tesis
doctoral sobre Sábato: “…el derecho a
disentir, libertad de pensar y ser, respetando de manera absoluta, universal,
al otro, al hombre concreto, acompañado esto con el afán de resistir, teórica y
prácticamente, los embates contra la utopía de luchar por una sociedad sin
desigualdad, justa y libre.”
Peligrosamente
nos estamos acostumbrando a mordernos la lengua, a hablar bajito, a tragarnos nuestra
inconformidad con el estatus quo para
tener la posibilidad de obtener las sobras que nos arrojan desde al alto
gobierno. A diario nos autocensuramos, sobrevaloramos la mesura y la
incorporamos a nuestra manera de actuar y vivir ubicándonos en la peligrosa
frontera del servilismo.
La
patria, la patria querida, convertida en spot
publicitario, en trampa sentimental de cursilería supina con la cual se
pretende atrapar incautos apelando a premisas de orden cívico, que no pueden
ocultar las costuras de una ideología militarista que propende la pugna perenne
y resume su estrategia en el aforismo latino “Si vis pacem, para bellum” (“Si quieres la paz, prepárate para la
guerra”). Esa guerra continúa y solapada en la cual cada día se producen bajas.
Unas víctimas del hampa, de la
impunidad, del desatino. Otras porque huyen despavoridas en una desesperada
lucha por la supervivencia.
La
publicidad estatal nos cuenta que la patria es: “El escenario donde puedes demostrar tu talento”; “El terreno donde tus luchas son
recompensadas con la victoria”. Visto desde esa perspectiva la patria puede
estar en cualquier parte, y ante tanto caos, ante tanto conflicto se nos viene
a la mente la idea del exilio. La posibilidad de buscar una patria nueva fuera
de los límites de esta tierra de gracia,
trocada en tierra de desgracias, de intolerancias, de abusos hacia todo aquel
que pretenda ubicarse fuera del marco del pensamiento único.
Ante tanto caos, tanta desesperanza,
partir hacia otras latitudes luce como la actitud más sensata. Liquidar todos
nuestros bienes y hacer maletas ahora que todavía esto es posible. ¿Qué nos
detiene?
Recuerdo una oportunidad hace ya
muchos años (cuando todavía era un adolescente), y acompañaba a mi hermana
mayor a una fiesta donde un grupo de sus amigos. Yo no conocía a nadie de los
que allí estaban; sin embargo traté de adaptarme al grupo. Tomé unos tragos y
cuando me sentí blindado del coraje suficiente, saque a una chica a bailar. Según mi percepción de ese momento, quizás un
poco distorsionada por los efluvios del alcohol, me pareció haberme comportado
a la altura y hasta haber conseguido que ambos disfrutáramos del set que nos
tocó encarar. Tan entusiasmado estaba que no dudé en sacar otra chica a bailar
en el set siguiente. De esa forma continué hasta que mi cuerpo poco
acostumbrado a esa actividad acusó el cansancio y entonces enfilé hacia el baño
para aliviar mi vejiga y refrescarme un poco.
Justo en ese momento la chica con la
cual había bailado el primer set venía saliendo del baño e instintivamente le
hice un gesto invitándola a bailar de nuevo. No puedo imaginar cual era mi
aspecto, tampoco puedo saber cómo interpretó ella mi inocente solicitud de
baile. Lo cierto fue que su gestualidad evidenció una inequívoca señal de
desagrado.
Ante las evidencias no insistí,
seguí mi camino hacia el baño y una vez pude cumplir con mis objetivos, salí de
nuevo a mezclarme con el resto de los invitados. Cuando estaba tratando de tomar una aceituna rellena de la mesa de los canapés, sentí una mano fornida
que me tomaba por el hombro. Era un hombre mayor, comparado conmigo, estaba muy enojado y me
conminaba a marcharme amenazándome con golpearme si no lo hacía.
Su
actitud me tomó por sorpresa, no entendía nada de lo que pasaba y mucho menos
podía imaginar el motivo del enojo del señor. Mi hermana intercedió en mi
defensa. Habló con el hombre, quien resultó ser el anfitrión de la fiesta y
padre de mi primera compañera de baile. Yo seguía desconcertado cuando mi
hermana me tomó del brazo y me dijo que mejor nos marchábamos para evitar males
mayores. En el lapso durante el cual me llevaba casi arrastrado hacia la salida
me explicó que el señor estaba molesto porque yo le había faltado el respeto a
su hija, y que lo mejor era irnos de allí. Fue entonces cuando todo comenzó a
tener sentido, comprendí lo que ocurría y una sensación de indignación se fue
apoderando de mí. Me zafé de las manos protectoras de mi hermana y fui a la
búsqueda del hombre para explicarle lo que había pasado. Apenas me vio
aproximarme y sin mediar palabra alguna me dio un golpe directo a la cara que
me hizo literalmente volar por los aires. El animal me llevaba unos treinta
años y más de cincuenta kilos, ¿qué otra cosa se podía esperar? Desde el suelo
lo veía acercarse pero la intervención de la gente impidió que me rematara. Mi
hermana gritaba que aprovecháramos para escapar, pero yo no quería huir. Fue
entonces cuando grité mi verdad, no recuerdo que fue lo que dije, pero algo de
mi discurso logró calar en el grupo pues algunos se fueron sumando a mi bando,
lograron someter al animal y llevar las cosas hasta una situación casi normal. Estaba
adolorido y mi ojo izquierdo parecía el de Rocky Balboa luego de una pelea de
campeonato; sin embargo sabía que había tomado la decisión correcta, que de
haber huido mi cara conservaría su lozanía original, pero mi alma sería
entonces la que se encontraría aporreada, y para el alma no hay Dencorub que valga.
Quizás
eso sea lo mismo que siento hoy en día y me impide optar por una opción más
lógica y buscar fuera de mi patria una mayor calidad de vida. De la misma
manera irracional tengo incrustada en la mente la certeza de que patria es
mucho más que la definición que encontramos en el diccionario. La patria es ese
nexo intangible que nos vincula a este nuestro aire, pues sólo aquí se pueden
percibir nuestros aromas. Que sólo aquí están nuestros colores, nuestros
sabores, los sonidos que nos hacen vibrar al escucharlos, que nos erizan la
piel al percibirlos. Que sólo en estas tierras deambulan los espíritus de
nuestros antepasados y que esa vinculación única e irrepetible es la que nos
hace aferrarnos con uñas y dientes a esta nuestra patria querida.
Que
no podemos permitir que nadie nos eche de la tierra en la cual nacimos y a la
cual estamos irremediablemente vinculados. No es una cuestión de valentía, es
una necesidad vital, existencial, contraria a toda lógica de sobrevivencia, a
la búsqueda del confort añorado. Es la imposibilidad fisiológica de ver la patria
a través de Facebook, Instagram, Skype, o cualquier otra cosa que inventen. Es
la imperiosa necesidad de permanecer aquí con los pies sobre esta tierra
maravillosa. Pero un permanecer activo, sumando a la tarea de alcanzar una
sociedad verdaderamente justa y libre, o por lo menos actuando desde nuestra
dignidad, dejando la piel en el intento.